Viaje a Chile 1

Si AC no insiste, no estaría bajando de un avión Sky Airlines en el aeropuerto del Wallmapu a las 11am . Me habría dejado llevar por mi apasible vida europea de Rouen. Veo a mis padres al otro lado de la gran vidriera que separa los turistas de los que tienen algo que esperar. Mamá parece no envejecer, pero mi padre, que siempre daba la impresión de ser el más joven de los dos, el que guardaba su niño interior, ya tiene el pelo todo gris.

Mi mochila, el entusiasmo inexplicable de AC por este país que me parece decadente, los taxistas, los boceos de los conductores de los servicios de transfer hacia Pucón o Temuco, los dos perros quiltros que merodean afuera en el estacionamiento. Me fijo en los perros, negros, vagabundos, poliamorosos, y me conmueven y le pido a AC que nos haga una foto que luego publicaré en Instagram.

Nunca los he visto en carne y hueso. Mis sobrinos tienen 3 y 2 años. B., el mayor, nació en medio de nuestro primer viaje. Pero la gran pandemia del 2019 nos separó. En ese tiempo vivían en Santiago centro, en el piso 20 de un departamento pequeño y no se podía cruzar esas fronteras sanitarias que se inventó el ministro de salud sin un motivo justificable. Papá conduce el coche rojo camino a Cajón, vamos a una casa construida en el año 2009 en donde viven P. y B. Tengo la impresión que mi cuñada y mi hermano hacen lo que pueden. «Están en la edad de la porfía», me dicen. «Ustedes también eran así», afirma mamá. No sé qué responder, ciertamente estaba allí pero no recuerdo nada. A la familia solo se la puede querer, las otras actitudes, sin duda más racionales, conducen al desastre.

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